lunes, 20 de octubre de 2008

resumen de la voragine

2.1 Primera parte

Se narran los motivos de la huida de Cova y Alicia y lo que les sucede en su viaje de Bogotá al Llano. En el camino se dan los encuentros con el "Pipa", el "General" y "Don Rafo". Poco después ocurre el encuentro con Griselda, Franco, Sebastiana y su hijo, Zubieta y Barrera. Se perfila la pugna entre Barrera y Cova, ocurre el flirteo entre cova y Griselda, terminan los sueños de prosperidad de franco y cova ocurre el enganche de las mujeres de éstos por Barrera. Esta sección termina con el incendio de la Malorita y la Llanura que provoca Franco y la determinación de este y de cova de perseguir a las mujeres.

2.2 Segunda parte

Empieza con una especie de "himno" o invocación a la selva. Lo más sobresaliente don los encuentros, primero con Helí Mesa, que narra buena parte de los desafueros que cometen las compañías caucheras amparadas en la ausencia de la Ley; y segundo, con Clemente Silva, que inicia el relato de su deambular incesante por la selva en busca de su hijo o lo que quede de él. Esta parte termina cunado Silva narra como recibió la noticia de la muerte de lulianito. Casi la mitad de esta segunda parte es ocupada por el relato de silva, que se extiende incluso al principio de la tercera parte. El relato silveano sirve para condensar todo una experiencia y gran riqueza de vivencias en la selva sin hacer perder el hilo y relativamente sencillo de la persecución que protagonizan Cova y Franco. No se recarga así el trayecto del protagonista con episodios novelescos innecesarios, intrincados, prolijos e inverosímiles. Sin ese relato de silva la experiencia del grupo de Cova en la selva se habría empobrecido notablemente, como también había perdido valor el contenido de denuncia social, que a la postre fue el propósito inicial del autor. Como se puede observar, la intervención de Silva no constituye una falla sino un recurso estructural ingenioso, necesario y enriquecedor.

2.3 Tercera Parte

La entrada a la tercera parte es otra especie de evocación generalizada un trozo impersonal que resume la voz colectiva de los caucheros y que ofrece una meditación sobre el oficio y las vicisitudes de estos hombres. Luego se retoma el hilo principal, donde Cova hace alocados ofrecimientos vengativos y de justicia. Pero pronto se retoma el cabo de la narración de Silva hasta llegar al presente de la trama principal. Faltando unas treinta paginas para que finalicemos la lectura de la novela, Cova empieza a escribirla. Su tarea tiene por objeto distraer la ociosidad, según afirma el mismo. Esa aclaración es indispensable, pues cabe justificar un escrito de alguna manera así como hay que calcular el momento y las razones por las que la escritura se detiene. De hecho, en esta obra, el fin de la escritura, antes que el fin de la historia o de las aventuras, cierra el arco novelesco. La obra es abierta por que responde a una lógica y a una necesidad técnica. Seria ridículo suponer que Cova expira sobre un cuaderno describiendo sus últimos estertores o los de sus compañeros. Se ampara pues, el procedimiento en el afán de verosimilitud que trata de hacer creer al lector que la historia es autentica y pertenece a un tal Cova que narra su odisea, y que el papel de Rivera es el de un simple intermediario, un revisor y corrector de estilo, alguien que encuentra el manuscrito y lo publica. En la tercera parte tiene un lugar el relato de Estevanez, que se centra sobre todo en la masacre de San Fernando. Como recurso literario cabe anotar que en este episodio el tiempo se hace denso y lento, logrando reproducir el tiempo interminable de esa noche infausta. Otro recurso estructural consiste en el redondeamiento de motivos narrativos que habían quedado en suspenso desde la primera parte. Ejemplo, lo que ocurrió en la Maporita mientras Cova estaba donde su Zubieta, solo lo sabemos a cabalidad mediante un relato Griselda cuando se da el reencuentro en la selva; también una promesa de mutilación hecha por un cauchero mucho tiempo atrás, tiene su cumplimiento como la súbita aparición del Pipa en el Carey de Váquiro.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

la abeja haragana

La abeja haragana Había una vez en una colmena una abeja que no quería trabajar, es decir, recorría los árboles uno por uno para tomar el jugo de las flores; pero en vez de conservarlo para convertirlo en miel, se lo tomaba del todo. Era, pues, una abeja haragana. Todas las mañanas apenas el sol calentaba el aire, la abejita se asomaba a la puerta de la colmena, veía que hacía buen tiempo, se peinaba con las patas, como hacen las moscas, y echaba entonces a volar, muy contenta del lindo día. Zumbaba muerta de gusto de flor en flor, entraba en la colmena, volvía a salir, y así se lo pasaba todo el día mientras las otras abejas se mataban trabajando para llenar la colmena de miel, porque la miel es el alimento de las abejas recién nacidas. Como las abejas son muy serias, comenzaron a disgustarse con el proceder de la hermana haragana. En la puerta de las colmenas hay siempre unas cuantas abejas que están de guardia para cuidar que no entren bichos en la colmena. Estas abejas suelen ser muy viejas, con gran experiencia de la vida y tienen el lomo pelado porque han perdido todos los pelos al rozar contra la puerta de la colmena. Un día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar, diciéndole: —Compañera: es necesario que trabajes, porque todas las abejas debemos trabajar. La abejita contestó: —Yo ando todo el día volando, y me canso mucho. —No es cuestión de que te canses mucho —respondieron—, sino de que trabajes un poco. Es la primera advertencia que te hacemos. Y diciendo así la dejaron pasar. Pero la abeja haragana no se corregía. De modo que a la tarde siguiente las abejas que estaban de guardia le dijeron: —Hay que trabajar, hermana. Y ella respondió en seguida: —¡Uno de estos días lo voy a hacer! —No es cuestión de que lo hagas uno de estos días —le respondieron—, sino mañana mismo. Acuérdate de esto. Y la dejaron pasar. Al anochecer siguiente se repitió la misma cosa. Antes de que le dijeran nada, la abejita exclamó: —¡Si, sí, hermanas! ¡Ya me acuerdo de lo que he prometido! —No es cuestión de que te acuerdes de lo prometido —le respondieron—, sino de que trabajes. Hoy es diecinueve de abril. Pues bien: trata de que mañana veinte, hayas traído una gota siquiera de miel. Y ahora, pasa. Y diciendo esto, se apartaron para dejarla entrar. Pero el veinte de abril pasó en vano como todos los demás. Con la diferencia de que al caer el sol el tiempo se descompuso y comenzó a soplar un viento frío. La abejita haragana voló apresurada hacia su colmena, pensando en lo calentito que estaría allá adentro. Pero cuando quiso entrar, las abejas que estaban de guardia se lo impidieron. —¡No se entra! —le dijeron fríamente. —¡Yo quiero entrar! —clamó la abejita—. Esta es mi colmena. —Esta es la colmena de unas pobres abejas trabajadoras le contestaron las otras—. No hay entrada para las haraganas. —¡Mañana sin falta voy a trabajar! —insistió la abejita. —No hay mañana para las que no trabajan— respondieron las abejas, que saben mucha filosofía. Y diciendo esto la empujaron afuera. La abejita, sin saber qué hacer, voló un rato aún; pero ya la noche caía y se veía apenas. Quiso cogerse de una hoja, y cayó al suelo. Tenía el cuerpo entumecido por el aire frío, y no podía volar más. Arrastrándose entonces por el suelo, trepando y bajando de los palitos y piedritas, que le parecían montañas, llegó a la puerta de la colmena, a tiempo que comenzaban a caer frías gotas de lluvia. —¡Ay, mi Dios! —clamó la desamparada—. Va a llover, y me voy a morir de frío. Y tentó entrar en la colmena. Pero de nuevo le cerraron el paso. —¡Perdón! —gimió la abeja—. ¡Déjenme entrar! —Ya es tarde —le respondieron. —¡Por favor, hermanas! ¡Tengo sueño! —Es más tarde aún. —¡Compañeras, por piedad! ¡Tengo frío! —Imposible. —¡Por última vez! ¡Me voy a morir! Entonces le dijeron: —No, no morirás. Aprenderás en una sola noche lo que es el descanso ganado con el trabajo. Vete. Y la echaron. Entonces, temblando de frío, con las alas mojadas y tropezando, la abeja se arrastró, se arrastró hasta que de pronto rodó por un agujero; cayó rodando, mejor dicho, al fondo de una caverna. Creyó que no iba a concluir nunca de bajar. Al fin llegó al fondo, y se halló bruscamente ante una víbora, una culebra verde de lomo color ladrillo, que la miraba enroscada y presta a lanzarse sobre ella. En verdad, aquella caverna era el hueco de un árbol que habían trasplantado hacia tiempo, y que la culebra había elegido de guarida. Las culebras comen abejas, que les gustan mucho. Por eso la abejita, al encontrarse ante su enemiga, murmuró cerrando los ojos: —¡Adiós mi vida! Esta es la última hora que yo veo la luz. Pero con gran sorpresa suya, la culebra no solamente no la devoró sino que le dijo: —¿qué tal, abejita? No has de ser muy trabajadora para estar aquí a estas horas. —Es cierto —murmuró la abeja—. No trabajo, y yo tengo la culpa. —Siendo así —agregó la culebra, burlona—, voy a quitar del mundo a un mal bicho como tú. Te voy a comer, abeja. La abeja, temblando, exclamo entonces: —¡No es justo eso, no es justo! No es justo que usted me coma porque es más fuerte que yo. Los hombres saben lo que es justicia. —¡Ah, ah! —exclamó la culebra, enroscándose ligero —. ¿Tú crees que los hombres que les quitan la miel a ustedes son más justos, grandísima tonta? —No, no es por eso que nos quitan la miel —respondió la abeja. —¿Y por qué, entonces? —Porque son más inteligentes. Así dijo la abejita. Pero la culebra se echó a reír, exclamando: —¡Bueno! Con justicia o sin ella, te voy a comer, apróntate. Y se echó atrás, para lanzarse sobre la abeja. Pero ésta exclamó: —Usted hace eso porque es menos inteligente que yo. —¿Yo menos inteligente que tú, mocosa? —se rió la culebra. —Así es —afirmó la abeja. —Pues bien —dijo la culebra—, vamos a verlo. Vamos a hacer dos pruebas. La que haga la prueba más rara, ésa gana. Si gano yo, te como. —¿Y si gano yo? —preguntó la abejita. —Si ganas tú —repuso su enemiga—, tienes el derecho de pasar la noche aquí, hasta que sea de día. ¿Te conviene? —Aceptado —contestó la abeja. La culebra se echó a reír de nuevo, porque se le había ocurrido una cosa que jamás podría hacer una abeja. Y he aquí lo que hizo: Salió un instante afuera, tan velozmente que la abeja no tuvo tiempo de nada. Y volvió trayendo una cápsula de semillas de eucalipto, de un eucalipto que estaba al lado de la colmena y que le daba sombra. Los muchachos hacen bailar como trompos esas cápsulas, y les llaman trompitos de eucalipto. —Esto es lo que voy a hacer —dijo la culebra—. ¡Fíjate bien, atención! Y arrollando vivamente la cola alrededor del trompito como un piolín la desenvolvió a toda velocidad, con tanta rapidez que el trompito quedó bailando y zumbando como un loco. La culebra se reía, y con mucha razón, porque jamás una abeja ha hecho ni podrá hacer bailar a un trompito. Pero cuando el trompito, que se había quedado dormido zumbando, como les pasa a los trompos de naranjo, cayó por fin al suelo, la abeja dijo: —Esa prueba es muy linda, y yo nunca podré hacer eso. —Entonces, te como —exclamó la culebra. —¡Un momento! Yo no puedo hacer eso: pero hago una cosa que nadie hace. —¿Qué es eso? —Desaparecer. —¿Cómo? —exclamó la culebra, dando un salto de sorpresa—. ¿Desaparecer sin salir de aquí? —Sin salir de aquí. —¿Y sin esconderte en la tierra? —Sin esconderme en la tierra. —Pues bien, ¡hazlo! Y si no lo haces, te como en seguida — dijo la culebra. El caso es que mientras el trompito bailaba, la abeja había tenido tiempo de examinar la caverna y había visto una plantita que crecía allí. Era un arbustillo, casi un yuyito, con grandes hojas del tamaño de una moneda de dos centavos. La abeja se arrimó a la plantita, teniendo cuidado de no tocarla, y dijo así: —Ahora me toca a mi, señora culebra. Me va a hacer el favor de darse vuelta, y contar hasta tres. Cuando diga "tres", búsqueme por todas partes, ¡ya no estaré más! Y así pasó, en efecto. La culebra dijo rápidamente:"uno..., dos..., tres", y se volvió y abrió la boca cuan grande era, de sorpresa: allí no había nadie. Miró arriba, abajo, a todos lados, recorrió los rincones, la plantita, tanteó todo con la lengua. Inútil: la abeja había desaparecido. La culebra comprendió entonces que si su prueba del trompito era muy buena, la prueba de la abeja era simplemente extraordinaria. ¿Qué se había hecho?, ¿dónde estaba? No había modo de hallarla. —¡Bueno! —exclamó por fin—. Me doy por vencida. ¿Dónde estás? Una voz que apenas se oía —la voz de la abejita— salió del medio de la cueva. —¿No me vas a hacer nada? —dijo la voz—. ¿Puedo contar con tu juramento? —Sí —respondió la culebra—. Te lo juro. ¿Dónde estás? —Aquí —respondió la abejita, apareciendo súbitamente de entre una hoja cerrada de la plantita. ¿Qué había pasado? Una cosa muy sencilla: la plantita en cuestión era una sensitiva, muy común también aquí en Buenos Aires, y que tiene la particularidad de que sus hojas se cierran al menor contacto. Solamente que esta aventura pasaba en Misiones, donde la vegetación es muy rica, y por lo tanto muy grandes las hojas de las sensitivas. De aquí que al contacto de la abeja, las hojas se cerraran, ocultando completamente al insecto. La inteligencia de la culebra no había alcanzado nunca a darse cuenta de este fenómeno; pero la abeja lo había observado, y se aprovechaba de él para salvar su vida. La culebra no dijo nada, pero quedó muy irritada con su derrota, tanto que la abeja pasó toda la noche recordando a su enemiga la promesa que había hecho de respetarla. Fue una noche larga, interminable, que las dos pasaron arrimadas contra la pared más alta de la caverna, porque la tormenta se había desencadenado, y el agua entraba como un río adentro. Hacía mucho frío, además, y adentro reinaba la oscuridad más completa. De cuando en cuando la culebra sentía impulsos de lanzarse sobre la abeja, y ésta creía entonces llegado el término de su vida. Nunca, jamás, creyó la abejita que una noche podría ser tan fría, tan larga, tan horrible. Recordaba su vida anterior, durmiendo noche tras noche en la colmena, bien calentita, y lloraba entonces en silencio. Cuando llegó el día, y salió el sol, porque el tiempo se había compuesto, la abejita voló y lloró otra vez en silencio ante la puerta de la colmena hecha por el esfuerzo de la familia. Las abejas de guardia la dejaron pasar sin decirle nada, porque comprendieron que la que volvía no era la paseandera haragana, sino una abeja que había hecho en sólo una noche un duro aprendizaje de la vida. Así fue, en efecto. En adelante, ninguna como ella recogió tanto polen ni fabricó tanta miel. Y cuando el otoño llegó, y llegó también el término de sus días, tuvo aún tiempo de dar una última lección antes de morir a las jóvenes abejas que la rodeaban: —No es nuestra inteligencia, sino nuestro trabajo quien nos hace tan fuertes. Yo usé una sola vez de mi inteligencia, y fue para salvar mi vida. No habría necesitado de ese esfuerzo, sí hubiera trabajado como todas. Me he cansado tanto volando de aquí para allá, como trabajando. Lo que me faltaba era la noción del deber, que adquirí aquella noche. Trabajen, compañeras, pensando que el fin a que tienden nuestros esfuerzos —la felicidad de todos— es muy superior a la fatiga de cada uno. A esto los hombres llaman ideal, y tienen razón. No hay otra filosofía en la vida de un hombre y de una abeja.

jose eustasio rivera

JOSÉ EUSTASIO RIVERA (1889 - 1928) José Eustasio Rivera nace en Neiva, Colombia, en l889, y muere en Nueva York en diciembre de l928. Fue maestro normal en l909 y doctor en derecho por la Universidad Nacional de Bogotá en l9l7. Después de ser diputado al Congreso desempeñó el cargo de inspector del gobierno en las explotaciones petrolíferas de la región del Magdalena y, posteriormente, formó parte de la comisión delimitadora de fronteras entre su país y Venezuela. Estos encargos lo llevaron de nuevo a la misma selva que había sido fronteriza con su ciudad natal, y es esta selva lo que inspira la creación literaria del autor, recuperando en él las raíces de su infancia y la fantasía de su juventud. Su primera obra es un libro de poemas Tierra de promisión (l92l), con la que alcanza cierta notoriedad. Pero es su segunda y última obra, La Vorágine, la que hace de Rivera un clásico de la narrativa realista pre-mágica, hasta el punto de ser considerada por muchos como la gran novela de la selva latinoamericana. "...Los que un tiempo creyeron que mi inteligencia irradiaría extraordinariamente, cual una aureola de mi juventud; los que se olvidaron de mí apenas mi planta descendió al infortunio; los que al recordarme alguna vez piensen en mi fracaso y se pregunten por qué no fui lo que pude haber sido, sepan que el destino implacable me desarraigó de la prosperidad incipiente y me lanzó a las pampas, para que ambulara vagando, como los vientos, y me extinguiera, como ellos, sin dejar más que ruido y desolación".

miércoles, 17 de septiembre de 2008

martes, 16 de septiembre de 2008

cuentos de la selva

el paso de yabebiri.......
En el río Yabebirí, que está en Misiones, hay muchas rayas, porque «Yabebirí» quiere decir precisamente «Río-de-las-rayas». Hay tantas, que a veces es peligroso meter un solo pie en el agua. Yo conocí un hombre a quien lo picó una raya en el talón y que tuvo que caminar rengueando media legua para llegar a su casa: el hombre iba llorando y cayéndose de dolor. Es uno de los dolores más fuertes que se puede sentir.
Como en el Yabebirí hay también muchos otros peces, algunos hombres van a cazarlos con bombas de dinamita. Tiran una bomba al río, matando millones de peces. Todos los peces que están cerca mueren, aunque sean grandes como una casa. Y mueren también todos los chiquitos, que no sirven para nada.
Ahora bien: una vez un hombre fue a vivir allá, y no quiso que tiraran bombas de dinamita, porque tenía lastima de los pececitos. Él no se oponía a que pescaran en el río para comer; pero no quería que mataran inútilmente a millones de pececitos. Los hombres que tiraban bombas se enojaron al principio, pero como el hombre tenía un carácter serio, aunque era muy bueno, los otros se fueron a cazar a otra parte, y todos los peces quedaron muy contentos. Tan contentos y agradecidos estaban a su amigo que había salvado a los pececitos, que lo conocían apenas se acercaba a la orilla Y cuando él andaba por la costa fumando, las rayas lo seguían arrastrándose por el barro, muy contentas de acompañar a su amigo. Él no sabía nada, y vivía feliz en aquel lugar.
Y sucedió que una vez, una tarde, un zorro llegó corriendo hasta el Yabebirí, y metió las patas en el agua, gritando:
—¡Eh, rayas! ¡Ligero! Ahí viene el amigo de ustedes, herido.
Las rayas, que lo oyeron, corrieron ansiosas a la orilla. Y le preguntaron al zorro:
—¿Qué pasa? ¿Dónde está el hombre?
—¡Ahí viene! —gritó el zorro de nuevo—. ¡Ha peleado con un tigre! ¡El tigre viene corriendo! ¡Seguramente va a cruzar a la isla! ¡Denle paso, porque es un hombre bueno!
—¡Ya lo creo! ¡Ya lo creo que le vamos a dar paso! Contestaron las rayas—. ¡Pero lo que es el tigre, ése no va a pasar!
—¡Cuidado con él! —gritó aún el zorro— ¡No se olviden de que es el tigre!.
Y pegando un brinco, el zorro entró de nuevo en el monte.
Apenas acababa de hacer esto, cuando el hombre apartó las ramas y apareció todo ensangrentado y la camisa rota. La sangre le caía por la cara y el pecho hasta el pantalón, y desde las arrugas del pantalón, la sangre caía a la arena. Avanzó tambaleando hacia la orilla, porque estaba muy herido, y entró en el río. Pero apenas puso un pie en el agua, las rayas que estaban amontonadas se apartaron de su paso, y el hombre llegó con el agua al pecho hasta la isla, sin que una raya lo picara. Y conforme llegó, cayó desmayado en la misma arena, por la gran cantidad de sangre que había perdido.
Las rayas no habían aún tenido tiempo de compadecer del todo a su amigo moribundo, cuando un terrible rugido les hizo dar un brinco en el agua.
—¡El tigre! ¡El tigre! —gritaron todas, lanzándose como una flecha a la orilla.
En efecto, el tigre que había peleado con el hombre y que lo venía persiguiendo había llegado a la costa del Yabebirí. El animal estaba también muy herido, y la sangre le corría por todo el cuerpo. Vio al hombre caído como muerto en la isla, y lanzando un rugido de rabia, se echó al agua, para acabar de matarlo.
Pero apenas hubo metido una pata en el agua, sintió como si lo hubieran clavado ocho o diez terribles clavos en las patas, y dio un salto atrás: eran las rayas, que defendían el paso del río, y le habían clavado con toda su fuerza el aguijón de la cola.
El tigre quedó roncando de dolor, con la pata en el aire; y al ver toda el agua de la orilla turbia como si removieran el barro del fondo, comprendió que eran las rayas que no lo querían dejar pasar. Y entonces gritó enfurecido:
—¡Ah, ya sé lo que es! ¡Son ustedes, malditas rayas! ¡Salgan del camino!
—¡No salimos! —respondieron las rayas.
—¡Salgan!
—¡No salimos! ¡Él es un hombre bueno! ¡No hay derecho para matarlo!
—¡Él me ha herido a mí!
—¡Los dos se han herido! ¡Esos son asuntos de ustedes en el monte! ¡Aquí está bajo nuestra protección!... ¡No se pasa!
—¡Paso! —rugió por última vez el tigre.
—¡NI NUNCA! —respondieron las rayas.
(Ellas dijeron "ni nunca" porque así dicen los que hablan guaraní como en Misiones.)
—¡Vamos a ver! —rugió aún el tigre. Y retrocedió para tomar impulso y dar un enorme salto.
El tigre sabía que las rayas están casi siempre en la orilla; y pensaba que si lograba dar un salto muy grande acaso no hallara más rayas en el medio del río, y podría así comer al hombre moribundo.
Pero las rayas lo habían adivinado y corrieron todas al medio del río, pasándose la voz:
—¡Fuera de la orilla! —gritaban bajo el agua—. ¡Adentro! ¡A la canal! ¡A la canal!
Y en un segundo el ejército de rayas se precipitó río adentro, a defender el paso, a tiempo que el tigre daba su enorme salto y caía en medio del agua. Cayó loco de alegría, porque en el primer momento no sintió ninguna picadura, y creyó que las rayas habían quedado todas en la orilla, engañadas...
Pero apenas dio un paso, una verdadera lluvia de aguijonazos, como puñaladas de dolor, lo detuvieron en seco: eran otra vez las rayas, que le acribillaban las patas a picaduras.
El tigre quiso continuar, sin embargo; pero el dolor era tan atroz, que lanzó un alarido y retrocedió corriendo como loco a la orilla. Y se echó en la arena de costado, porque no podía más de sufrimiento; y la barriga subía y bajaba como si estuviera cansadísimo.
Lo que pasaba es que el tigre estaba envenenado con el veneno de las rayas.
Pero aunque habían vencido al tigre, las rayas no estaban tranquilas porque tenían miedo de que viniera la tigra y otros tigres, y otros muchos más... Y ellas no podrían defender más el paso.
En efecto, el monte bramó de nuevo, y apareció la tigra, que se puso loca de furor al ver al tigre tirado de costado en la arena. Ella vio también el agua turbia por el movimiento de las rayas, y se acercó al río. Y tocando casi el agua con la boca, gritó:
—¡Rayas! ¡Quiero paso!
—¡No hay paso! —respondieron las rayas.
—¡No va a quedar una sola raya con cola, si no dan paso! rugió la tigra.
—¡Aunque quedemos sin cola, no se pasa! —respondieron ellas.
—¡Por última vez, paso!
—¡NI NUNCA! —gritaron las rayas.
La tigra, enfurecida, había metido sin querer una pata en el agua, y una raya, acercándose despacio, acababa de clavarle todo el aguijón entre los dedos. Al rugido de dolor del animal, las rayas respondieron, sonriéndose:
—¡Parece que todavía tenemos cola! Pero la tigra había tenido una idea, y con esa idea entre las cejas, se alejaba de allí, costeando el río aguas arriba, y sin decir una palabra.
Mas las rayas comprendieron también esta vez cuál era el plan de su enemigo. El plan de su enemigo era éste: pasar el río por otra parte, donde las rayas no sabían que había que defender el paso. Y una inmensa ansiedad se apoderó entonces de las rayas.
—¡Va a pasar el río aguas más arriba! —gritaron—. ¡No queremos que mate al hombre! ¡Tenemos que defender a nuestro amigo!
Y se revolvían desesperadas entre el barro, hasta enturbiar el río.
—¡Pero qué hacemos! —decían—. Nosotras no sabemos nadar ligero... ¡La tigra va a pasar antes que las rayas de allá sepan que hay que defender el paso a toda costa!
Y no sabían qué hacer. Hasta que una rayita muy inteligente dijo de pronto:
—¡Ya está! ¡Qué vaya los dorados! ¡Los dorados son amigos nuestros! ¡Ellos nadan más ligero que nadie!
—¡Eso es! —gritaron todas—. ¡Que vayan los dorados!
Y en un instante la voz pasó y en otro instante se vieron ocho o diez filas de dorados, un verdadero ejército de dorados que nadaban a toda velocidad aguas arriba, y que iban dejando surcos en el agua, como los torpedos.
A pesar de todo, apenas tuvieron tiempo de dar la orden de cerrar el paso a los tigres; la tigra ya había nadado, y estaba ya por llegar a la isla.
Pero las rayas habían corrido ya a la orilla, y en cuanto la tigra hizo pie, las rayas se abalanzaron contra sus patas, deshaciéndoselas a aguijonazos. El animal, enfurecido y loco de dolor, rugía, saltaba en el agua, hacia volar nubes de agua a manotones. Pero las rayas continuaban precipitándose contra sus patas, cerrándole el paso de tal modo, que la tigra dio vuelta, nadó de nuevo y fue a echarse a su vez a la orilla, con las cuatro patas monstruosamente hinchadas; por allí tampoco sé podía ir a comer al hombre.
Mas las rayas estaban también muy cansadas. Y lo que es peor, el tigre y la tigra habían acabado por levantarse y entraban en el monte.
¿Qué iban a hacer? Esto tenía muy inquietas a las rayas, y tuvieron una larga conferencia. Al fin dijeron:
—¡Ya sabemos lo que es! Van a ir a buscar a los otros tigres y van a venir todos. ¡Van a venir todos los tigres y van a pasar!
—¡NI NUNCA! —gritaron las rayas más jóvenes y que no tenían tanta experiencia.
—¡Sí, pasarán, compañeritas! —respondieron tristemente las más viejas—. Si son muchos acabarán por pasar... Vamos a consultar a nuestro amigo.
Y fueron todas a ver al hombre, pues no habían tenido tiempo aún de hacerlo, por defender el paso del río.
El hombre estaba siempre tendido, porque había perdido mucha sangre, pero podía hablar y moverse un poquito. En un instante las rayas le contaron lo que había pasado, y cómo habían defendido el paso a los tigres que lo querían comer. El hombre herido se enterneció mucho con la amistad de las rayas que le habían salvado la vida y dio la mano con verdadero cariño a las rayas que estaban más cerca de él. Y dijo entonces:
—¡No hay remedio! Si los tigres son muchos, y quieren pasar, pasarán...
—¡No pasarán! —dijeron las rayas chicas—. ¡Usted es nuestro amigo y no van a pasar!
—¡Sí, pasarán, compañeritas! —dijo el hombre. Y añadió, hablando en voz baja—: El único modo sería mandar a alguien a casa a buscar el winchester con muchas balas... pero yo no tengo ningún amigo en el río, fuera de los peces... y ninguno de ustedes sabe andar por la tierra.
—¿Qué hacemos entonces? —dijeron las rayas ansiosas.
—A ver, a ver... —dijo entonces el hombre, pasándose la mano por la frente, como si recordara algo—. Yo tuve un amigo... un carpinchito que se crió en casa y que jugaba con mis hijos... Un día volvió otra vez al monte y creo que vivía aquí, en el Yabebirí... pero no sé dónde estará...
Las rayas dieron entonces un grito de alegría: —¡Ya sabemos! ¡Nosotras lo conocemos! ¡Tiene su guarida en la punta de la isla! ¡Él nos habló una vez de usted! ¡Lo vamos a mandar buscar en seguida! Y dicho y hecho: un dorado muy grande voló río abajo a buscar al carpinchito; mientras el hombre disolvía una gota de sangre seca en la palma de la mano, para hacer tinta, y con una espina de pescado, que era la pluma, escribió en una hoja seca, que era el papel. Y escribió esta carta: Mándenme con el carpinchito el winchester y una caja entera de veinticinco balas.
Apenas acabó el hombre de escribir, el monte entero tembló con un sordo rugido; eran todos los tigres que se acercaban a entablar la lucha. Las rayas llevaban la carta con la cabeza afuera del agua para que no se mojara, y se la dieron al carpinchito, el cual salió corriendo por entre el pajonal a llevarla a la casa del hombre.
Y ya era tiempo, porque los rugidos, aunque lejanos aún, se acercaban velozmente. Las rayas reunieron entonces a los dorados que estaban esperando órdenes, y les gritaron:
—¡Ligero, compañeros! ¡Recorran todo el río y den la voz de alarma! ¡Que todas las rayas estén prontas en todo el río! ¡Que se encuentren todas alrededor de la isla! ¡Veremos si van a pasar!
Y el ejército de dorados voló en seguida, río arriba y río abajo, haciendo rayas en el agua con la velocidad que llevaban.
No quedó raya en todo el Yabebirí que no recibiera orden de concentrarse en las orillas del río, alrededor de la isla. De todas partes, de entre las piedras, de entre el barro, de la boca de los arroyitos, de todo el Yabebirí entero, las rayas acudían a defender el paso contra los tigres. Y por delante de la isla, los dorados cruzaban y recruzaban a toda velocidad.
Ya era tiempo, otra vez; un inmenso rugido hizo temblar el agua misma de la orilla, y los tigres desembocaron en la costa.
Eran muchos; parecía que todos los tigres de Misiones estuvieran allí. Pero el Yabebirí entero hervía también de rayas, que se lanzaron a la orilla, dispuestas a defender a todo trance el paso.
—¡Paso a los tigres!
—¡No hay paso! —respondieron las rayas.
—¡Paso, de nuevo!
—¡No se pasa!
—¡No va a quedar raya, ni hijo de raya, ni nieto de raya. si no dan paso!
—¡Es posible! —respondieron las rayas—. ¡Pero ni los tigres, ni los hijos de tigres, ni los nietos de tigres, ni todos los tigres del mundo van a pasar por aquí!
Así respondieron las rayas. Entonces los tigres rugieron por última vez:
—¡Paso pedimos!
—¡NI NUNCA!
Y la batalla comenzó entonces. Con un enorme salto los tigres se lanzaron al agua. Y cayeron todos sobre un verdadero piso de rayas. Las rayas les acribillaron las patas a aguijonazos, y a cada herida los tigres lanzaban un rugido de dolor. Pero ellos se defendían a zarpazos manoteando como locos en el agua. Y las rayas volaban por el aire con el vientre abierto por las uñas de los tigres.
El Yabebirí parecía un río de sangre. Las rayas morían a centenares... pero los tigres recibían también terribles heridas, y se retiraban a tenderse y rugir en la playa, horriblemente hinchados. Las rayas, pisoteadas, deshechas por las patas de los tigres, no desistían; acudían sin cesar a defender el paso. Algunas volaban por el aire, volvían a caer al río, y se precipitaban de nuevo contra los tigres.
Media hora duró esta lucha terrible. AI cabo de esa media hora, todos los tigres estaban otra vez en la playa, sentados de fatiga y rugiendo de dolor; ni uno solo había pasado.
Pero las rayas estaban también deshechas de cansancio. Muchas, muchísimas habían muerto. Y las que quedaban vivas dijeron:
—No podremos resistir dos ataques como éste. ¡Que los dorados vayan a buscar refuerzos! ¡Que vengan en seguida todas las rayas que haya en el Yabebirí!
Y los dorados volaron otra vez río arriba y río abajo, e iban tan ligeros que dejaban surcos en el agua, como los torpedos.
Las rayas fueron entonces a ver al hombre.
—¡No podremos resistir más! —le dijeron tristemente las rayas.
Y aun algunas rayas lloraban, porque veían que no podrían salvar a su amigo.
—¡Váyanse, rayas! —respondió el hombre herido—. ¡Déjenme solo! ¡Ustedes han hecho ya demasiado por mí! ¡Dejen que los tigres pasen!
—¡NI NUNCA! —gritaron las rayas en un solo clamor—. ¡Mientras haya una sola raya viva en el Yabebirí, que es nuestro río, defenderemos al hombre bueno que nos defendió antes a nosotras!
El hombre herido exclamó entonces, contento:
—¡Rayas! ¡Yo estoy casi por morir, y apenas puedo hablar; pero yo les aseguro que en cuanto llegue el winchester, vamos a tener farra para largo rato; esto yo se lo aseguro a ustedes!
—¡Sí, ya lo sabemos! —contestaron las rayas entusiasmadas. Pero no pudieron concluir de hablar, porque la batalla recomenzaba. En efecto: los tigres, que ya habían descansado se pusieron bruscamente en pie, y agachándose como quien va saltar, rugieron:
—¡Por última vez, y de una vez por todas: paso!
—¡Ni NUNCA! —respondieron las rayas lanzándose a la orilla. Pero los tigres habían saltado a su vez al agua y recomenzó la terrible lucha. Todo el Yabebirí, ahora de orilla a orilla, estaba rojo de sangre, y la sangre hacía espuma en la arena de la playa. Las rayas volaban deshechas por el aire y los tigres rugían de dolor; pero nadie retrocedía un paso.
Y los tigres no sólo no retrocedían, sino que avanzaban. En balde el ejército de dorados pasaba a toda velocidad río arriba y río abajo, llamando a las rayas: las rayas se habían concluido; todas estaban luchando frente a la isla y la mitad había muerto ya. Y las que quedaban estaban todas heridas y sin fuerzas.
Comprendieron entonces que no podrían sostenerse un minuto más, y que los tigres pasarán; y las pobres rayas, que preferían morir antes que entregar a su amigo, se lanzaron por última vez contra los tigres. Pero ya todo era inútil. Cinco tigres nadaban ya hacia la costa de la isla. Las rayas, desesperadas, gritaron:
—¡A la isla! ¡Vamos todas a la otra orilla!

Pero también esto era tarde: dos tigres más se habían echado a nado, y en un instante todos los tigres estuvieron en medio del río, y no se veía más que sus cabezas.
Pero también en ese momento un animalito, un pobre animalito colorado y peludo cruzaba nadando a toda fuerza el Yabebirí: era el carpinchito, que llegaba a la isla llevando el winchester y las balas en la cabeza para que no se mojaran.
El hombre dio un gran grito de alegría, porque le quedaba tiempo para entrar en defensa de las rayas. Le pidió al carpinchito que lo empujara con la cabeza para colocarse de costado, porque él solo no podía; y ya en esta posición cargó el winchester con la rapidez del rayo.
Y en el preciso momento en que las rayas, desgarradas, aplastadas, ensangrentadas, veían con desesperación que habían perdido la batalla y que los tigres iban a devorar a su pobre amigo herido, en ese momento oyeron un estampido, y vieron que el tigre que iba delante y pisaba ya la arena, daba un gran salto y caía muerto, con la frente agujereada de un tiro.
—¡Bravo, bravo! —clamaron las rayas, locas de contento. ¡El hombre tiene el winchester! ¡Ya estamos salvadas!
Y enturbiaban toda el agua verdaderamente locas de alegría. Pero el hombre proseguía tranquilo tirando, y cada tiro era un nuevo tigre muerto. Y a cada tigre que caía muerto lanzando un rugido, las rayas respondían con grandes sacudidas de la cola.
Uno tras otro, como si el rayo cayera entre sus cabezas, los tigres fueron muriendo a tiros. Aquello duró solamente dos minutos. Uno tras otro se fueron al fondo del río, y allí las palometas los comieron. Algunos boyaron después, y entonces los dorados los acompañaron hasta el Paraná, comiéndolos, y haciendo saltar el agua de contento.
En poco tiempo las rayas, que tienen muchos hijos, volvieron a ser tan numerosas como antes. El hombre se curó, y quedó tan agradecido a las rayas que le habían salvado la vida, que se fue a vivir a la isla. Y allí, en las noches de verano le gustaba tender se en la playa y fumar a la luz de la luna, mientras las rayas, hablando despacito, se lo mostraban a los peces, que no le conocían, contándoles la gran batalla que, aliadas a ese hombre, habían tenido una vez contra los tigres.